Una vez
escuché que todos tenemos un alma gemela.
Nunca vi
piel más blanca que la suya,
ni mirada
azul más transparente,
si alguna
vez logré observar sus ojos
vi flotar
sus neuronas.
Dicen que se
quedó sin alma porque un ángel le dictó un poema de números que nunca descifró,
otros
cuentan que se le secó el corazón, y que una vez que tuvo tos lo escupió,
lo que es
seguro es que todas las tardes a las 7 recordaba a Galileo,
y si su
mirada siempre estaba perdida, se le perdía aún más pensando en la vida injusta
que tuvo en su prisión.
Lo conocí
en la biblioteca de Florencia, buscando manuscritos originales de Galileo, yo buscaba lo
mismo.
Coincidimos por diez años.
Una vez supe
que sólo enfocaba su vista ante un documento original e imaginé que también ante un amanecer perfecto.
La última
vez que lo vi, creo que me sonrió, quizá lo imaginé, luego se fue caminando por una vereda que dicen que lleva al infinito.
Puedo jurar
que se alejó flotando. No apareció nunca más.
Cierto es
que no lloré.
Cierto
también que los músculos que causan la sonrisa se me atrofiaron, para siempre.
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