Inspirado en la obra Polaris, de la escritora Lorena Martínez, recién publicada y que se presentará en la Feria del Libro de Monterrey...
Ocurrió en
una tarde desesperada,
de esas en las
que la esperanza se escurre por un canal
de los que
el agua guarda en las montañas
para
escaparse cuando llueve,
y que se
resbala y no tiene ni de qué agarrarse
entonces
toma la aceleración de la gravedad
o más,
porque la
empuja el viento
y las
piedras la jalan.
Así de
desesperanzada estaba la tarde
tanto que
el sol no se metió
porque ese
día las nubes hicieron parecer que lo escondían arriba,
pero no,
nunca ocurrió.
La
desesperación y la desesperanza son sentimientos pesados.
Es difícil
cargar sentimientos tan pesados,
cuesta
arrastrarlos al caminar,
entonces, a
veces, ya no se avanza.
No era
claro si la desesperanza y la desesperación las llevaba la tarde
o las
llevaba su piel y la tarde solo se impregnaba.
Daba lo
mismo, qué importa.
Pensaba que la
melancolía se lleva en la sangre.
No es
cuestión de vivencias y sufrimiento,
sino de condición,
de tener la
capacidad de disolver lo negro y volverlo al menos gris,
o no
tenerla y vivir en negro.
O bien,
puede no serlo, y en verdad estar señalado
por un
destino que decide a quien dar luz.
Pues sucede
que esa tarde
su tristeza
perenne afloró en gotas traslúcidas de
llanto,
agridulces,
tanto lloró
que sus
lágrimas buscaron un cauce
y en el
lago se detuvieron, en la superficie,
porque eran
tan finas que flotaban sobre el agua.
Le platicaron al sol sobre esas lágrimas,
para verlas finalmente salió,
y las evaporó,
eran ligeras,
así que subieron hasta una estrella,
y la
estrella las sintió.
Había tanto
sufrimiento en las lágrimas,
que la
estrella decidió bajar a la tierra.
Encontró a
ese ser errante,
cargado de
dolor.
Lo encontró
y lo iluminó.
Con la luz
que le dio la estrella,
la tristeza
decidió moverse a un lado
y una
ilusión desgarró la bruma.
Desesperado,
como la tarde misma, atrapó la ilusión
y se dio
cuenta, que no gozaba con lo oscuro,
ni asumía
un destino;
lo
deslumbró la ilusión que le dio la estrella
y se sintió
explotar de amor.
-Las
estrellas no habitan la tierra,
-sólo vine
por curiosidad,
-contigo quiero quedarme,
-también tú
alivias mi soledad de millones de años,
-pero ya estuve mucho aquí, no soporto esta atmósfera,
-debo
volver pronto a mi espacio
-o me
convertiré en polvo de estrella.
Ante la nueva tristeza infinita del ser que apenas conoció la luz
la estrella
no pudo dejarlo,
y con ella
lo llevó.
Ambos se
desintegraron, juntos, en el camino.
Nunca
resplandeció el cosmos como aquella noche.
El polvo de
estrella quedó para siempre en el universo.
Dicen, los
que lo vieron,
que millares de pequeñas sonrisas cubrieron el cielo,
y que aparecen de nuevo
cada vez que alguien que tiene un profundo deseo
vuelve su vista al firmamento.
Desde
entonces, las tardes aguardan ansiosas
el feliz
anochecer.