sábado, 15 de septiembre de 2012

La casa del sol

Ya me dijeron (Dr. Treviño) que por qué ya no escribo.  Aquí va. Está un poco más largo que lo que escribo por lo regular. Ojalá lo terminen, aunque lo lean por partes, Espero que les guste, a mí me estremeció, jejeje.

Las mejores compañeras de mi niñez
fueron mi bicicicleta
y una casa de piedra húmeda,
con musgo que brotaba por sus poros,
con matices grises y verdes ,
que al cerrar los ojos evocan magia y aventuras,
hasta un poco de oración.

Un pequeño sol de barro desgastado,
con signos rojos de pintura rupestre,
colgaba encima del portón de madera vieja de la casa,
que después de cien años
todavía olía a bosque.

Ese sol no correspondía a la casa,
alguien lo puso por descuido
y ahí se quedó.

La casa era el centro de un barrio abandonado.
Solo arbustos crecían alrededor.

Yo llegaba a la casa del sol en mi bicicleta
a escuchar el viento,
a oler la humedad y el musgo,
a imaginar cantos de monjes tibetanos,
a recostarme sobre la hierba
y recibir como bendición la sombra de un nogal.

Qué felices eran los días que visitaba la casa del sol.
La descubrí paseando.
Buscando a dónde se dirigían los insectos.

La descubrí como descubrí el río,
en parte como destino,
en parte por casualidad.

Cuando me sentaba a leer en la banca del patio de la entrada,
también de piedra,
también con musgo,
sentía que era el único humano del planeta,
que tendría que inventar el lenguaje,
y la ciencia,
y la historia,
y cualquier forma de comunicación.

Era muy osado visitarla por las noches,
sentirme parte de los astros,
sentirme acompañado,
enmedio de la obscuridad,
viendo brillar en forma extraña al sol del portón.

Crecí y comencé a trabajar,
las cosas no iban bien en la familia
y todos teníamos que aportar.

Luego de años me enteré por el periódico que la zona vacía
de la casa del sol
sería urbanizada
que habría un gran centro de diversión.

Se me congeló la sangre,
y mi estómago explotó
No me atreví a ver la construcción.

Pasaron tres años
hasta que tuve el valor
de visitar de nuevo
la casa del sol.
Casinos iluminados,
con grandes estacionamientos,
repletos de carros importados.
Ni siquiera dan empleos ni riqueza local,
porque los dueños son extranjeros,
y los empleados, seguro, también.

Grandes prostíbulos se galardonaban,
anunciaban bellezas castañas y rubias,
que bailaban y ofrecían mucha droga y alcohol
para satisfacer lo más bajo
lo más débil, la sinrazón.

Entré al patio de la casa,
un par de mujeres estaban sentadas en la banca.
La profanaban
fumando y riendo a carcajadas.
La casa del sol seguía intacta y abandonada,
al menos se defendió.

El río sí desapareció,
también los arbustos
y cualquier forma básica de vida
ni insectos, ni mariposas ni musgo siquiera,
el ambiente artificial reinó.

Me fui vacío,
con un sollozo atorado en el corazón,
volví al trabajo y el tiempo, de nuevo, pasó.

Un sábado temprano en la mañana
encontré en un rincón de mi casa
mi vieja bicicleta, oxidada y enmohecida.

Olvidé lo que planeaba para ese día, sin dudarlo
la lavé, reparé las llantas, con químicos la desoxidé.

Cuando por fin terminé, hacia la casa del sol nos lanzamos,
ese pensamiento fijo fue lo que me motivó.

Me jugué la vida, no eran las calles de antes,
crucé grandes avenidas,
me tomó horas, y llegué al anochecer.

Me reconcilié con la casa,
sentí que perdonó mi abandono,
y el sol me sonrió.

Apenas estaba descansando
cuando debajo de mis pies
el suelo se movió.
Sentí otro movimiento más fuerte
y el terror me cubrió.

Corrí hacia la casa,
de un salto entré por una ventana,
me senté en un rincón y me cobijé con las manos,
hasta que después de tres minutos,
el temblor terminó.
Fue una sensación intensa.
Nunca había sentido tanto temor.
Pensé que moriría aplastado,
o que la tierra me tragaría,
pero la casa me protegió.

Salí y todo alrededor estaba en ruinas,
cubierto de cadáveres, escombros y destrucción.
La casa reclamó su espacio
y la tierra le respondió.

De nuevo éramos ella, mi bicicleta y yo
los únicos habitantes de la tierra,
sin tristeza, más bien con devoción
en comunión con los astros.

Todavía con el espíritu convulsionado
entendí por qué la casa me llamó,
todos morirían en la ciudad, excepto yo.
Formé, a partir de ese momento y para siempre,
parte de la magia
de la casa del sol.

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