domingo, 21 de agosto de 2011

O la mía

Éste está un poco más largo que lo que normalmente escribo. Platíquenme, ¿se entiende?

A partir de aquélla calurosa tarde de verano
en la que parecía que los rayos del sol
traspasaban la piel
marchitándola, secándola, oscureciéndola
tuve que caminar aquel paraje
para llegar al trabajo
al que iba después de la escuela
siempre el mismo camino
siempre la misma escena
sobre las aceras se perfilaban
casas de techo de lámina
en las que imaginaba cualquier gota de agua evaporándose
incluso las del sudor de sus habitantes
el piso de tierra hirviendo
quemando la piel.

Ni un asomo de brisa
ni una hoja moverse porque ni árboles había
todo estático
los orificios que quedaban entre una lámina y la siguiente
creando fuego.

Fuego que queda atrapado entre las láminas
los mosquitos malignos del verano
rondando la inocencia.
De pronto el llanto de un niño
que encogía el corazón.

Indudable que en cada casa de techo de lámina
vivía más de una familia.
Seguramente alguno de los hijos tenía ahí sus propios hijos.
Con ese techo de lámina
y paredes de lámina y partes de concreto
no era posible tener paredes dentro
si mi abuela imaginara tan solo esos cuartos diría
cuánta promiscuidad.

Y si alguien dormía en el piso
era sobre la tierra caliente.
Un solo cuarto tenían las casas de láminas
las más calientes del planeta
nunca supe si tenían agua o gas
por su olor penetrante
a tíner, a muerte, a desesperación,
a derrota
podría saber que al menos agua no.

Luego de oír llorar de otro niño
escuché el llanto de un bebé
luego una mujer escupiendo palabras de frustración a sus hijos
cuando llegué a mi casa lloré
no pude cenar ni estudiar
esa noche solo lloré.

Pasé por ahí otro día y otro
pasé por ahí todo el verano.
Luego siguió la lluvia
pensé el lodo que seguro se formaba

En esos pisos de tierra
húmedos y sucios
qué difíciles serían las noches
pegajosas.
Y al pasar de los días
y aproximarse el otoño
húmedas y frías.
Un día estaban estacionadas camionetas
de personas que estaban
pavimentando los pisos de tierra.
Averigüé en la escuela y supe
que en las estadísticas,
esas casas ya pobres no serían.
Sin pisos de tierra no caían en pobreza extrema
qué astuto gobierno.
Todavía recuerdo las pesadillas
y el dolor de coraje que ahogaba la garganta en esa noche.

Lo más duro vino en el invierno.
Me costaba imaginar cómo dormían.
Los llantos dolían más en días de frío
seguro el hambre de
los niños descalzos y con pantalones rotos
era más agudo con el viento helado.
Los mismos huecos que dejaban traspasar el sol
ahora trabajaban para la ventisca
que a veces jugueteaba con escarcha.
Con la inspiración del blanco paisaje
muchas ideas se acercaron
planes de ayuda
concientización
unión, amistad con quien algo a gran escala
pudiera lograr

Un día, el más frío, llegué a mi casa
y un gran regalo me esperaba.
Un automóvil.
No nuevo pero lo suficiente.
Seguí pasando por la misma calle
pero sin darme cuenta
ya no veía las casas
ni a los niños
ni escuchaba los llantos ni los gritos.

Luego sin sentirlo pasaron años
Me di cuenta porque a mi pelo comenzó a parecer ceniza opaca.
Luego de no recordar nada de esa etapa de mi vida
en cierto momento emergieron caprichosamente
las casas de lámina.
Se volvió una obsesión preguntarme una vez tras otra
por qué dejé de verlas.
Creo que me acostumbré a ellas
y no las vi más.
Se me endureció el corazón
y se tornaron translúcidas.

Traté de explicarme qué pasó
y creo que siempre tuve una razón
para esa pobreza que lastima
que lacera el corazón.
Siempre con tanto trabajo
tanta actividad
dejé de verlas.
Con un automóvil nuevo cada año
traje sastre
y zapatos lustrosos
la sensibilidad se me endureció
hasta que esa calle desapareció.

Y ahora que ya no trabajo
que la familia se fue
y no tengo energía
sumida en el retiro
mis amigos empiezan a morir
abro las manos y las tengo vacías.

Obsesivamente la misma pregunta me golpea.
Me da vueltas noches y madrugadas.
Visita mis sueños
me acompaña en mis mañanas.
¿Por qué dejé de ver las casas de lámina?

A veces trato de consolarme
no es mi culpa
sólo es producto de una sociedad vacía.

El cruel reloj está por detenerse.
Me quedan muchos días atrás
y pocos adelante.
Me doy cuenta que
me acostumbré a la vida.
A lo malo y a lo bueno por igual
como si lo malo fuera normal.

Me acostumbré a ver las casas de lámina
a las que les penetran las estacas heladas
clavándose en las almas.

En las que corren ríos y tormentas
o si no dragones que se ensañan
chupando hasta la última gota de humedad.

Habitaciones inhumanas del infierno
refugios de almas rezagadas
inocentes
que nacieron lejos de D-os.
Terminé por aceptarlas
y aunque son un insulto para el alma
a tolerarlas.
Primero con coraje
luego con lástima
finalmente con apatía.

Qué terrible es la sensación
del arrepentimiento
de lo que nunca fue.
Las casas de lámina pudieron haber salvado
mi vacía existencia
si algo hubiera hecho
me hubieran hecho más bien
que años de trabajo pagado
de comodidad y desdén.

¿Qué habrá sido de las personas a las que veía?
¿Qué vida habrá sido más miserable,
las de ellos,
víctimas inconscientes
de esta sociedad perversa
o la mía?.

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